Aunque parezca extraño, cada persona, desde el momento mismo del nacimiento, llega a este mundo rodeada de circunstancias que inciden en su crecimiento y en el futuro desarrollo de su existencia.
Pareciera que esas circunstancias van unidas a hechos y acontecimientos positivos y negativos predestinados que -con el transcurrir del tiempo- nos impactan de forma inesperada y sin poderlo evitar.
Avanzamos por el mundo trillando el camino de la vida, cargados de múltiples sorpresas, sorteando altas y bajas, disfrutando y compartiendo las cosas que nos alegran y enaltecen. Por demás, esforzándonos en evadir las negativas, aquellas que nos entristecen y nos vuelvan infelices.
Muchas veces, somos nosotros mismos que con nuestros comportamientos y actitudes aceleramos esos cambios bruscos que, en un momento determinado, deberían ocurrir en lo futuro de nuestro existir.
La insalubridad y contaminación que reina en el medio ambiente por culpa del desarrollo industrial y tecnológico nos hace cada vez más vulnerables a contraer múltiples enfermedades, muchas de ellas catastróficas, que podrían provocar cambios repentinos permanentes. Eso a pesar del cuidado personal y control de salud a que nos sometemos para evitarlo.
Esos cambios bruscos que nos afectan son los que, al producirse inesperadamente, se conocen como los puntos de inflexión en nuestras vidas, ya que marcan un antes y un después, para bien o para mal.
El impacto de recibir la noticia del fallecimiento de un ser querido por causa de una larga enfermedad no es igual al que se produce cuando el familiar muere de forma repentina.
La súbita información recibida nos paraliza física y mentalmente, entramos en un estado de “shock” emocional que nos impulsa, como mecanismo de defensa, a negar la realidad de lo ocurrido.
El impacto emocional repentino puede durar horas, días, semanas o meses, dependiendo de la dependencia e integridad con el ser ido a destiempo.
Lentamente, nuestro sistema racional va asimilando y dando paso a la realidad y la aceptación disminuyendo poco a poco el impacto negativo sufrido, el cual se va diluyendo en cada gota de lágrima que sale de los más profundos sentimientos.
Tristeza, desesperanza, preocupación, incertidumbre, depresión, ansiedad, culpabilidad y frustración son algunas de las afecciones que nos embargan por creer que -a pesar de todos los esfuerzos realizados- no hicimos lo suficiente para evitar la pérdida del ser amado.
Pero existe un mecanismo que con el tiempo nos ayuda superamos sin importar cuales sean esas condiciones negativas. Y es por medio de la resiliencia, la que nos ayuda a sobreponernos y seguir adelante.
Con ella pasamos al proceso de adaptación de la tragedia, al trauma sufrido por la adversidad, a recuperarnos psicológicamente.
Cuando por culpa de un accidente, cualquiera que sea, perdemos nuestra capacidad de movilidad natural y nos lleva a vivir a un estado de invalidez permanente, ese hecho repentino, el punto de inflexión es ese cambio brusco ocurrido que ha alterado nuestra vida de forma negativa.
Pasar de la pobreza a la riqueza repentina por haber ganado el premio gordo de la lotería y que nos catapulta a formar parte del club de los ricos y millonarios, es otro punto de inflexión muy positivo.
Qué bueno sería que el punto de inflexión de nuestras vidas, de nuestros familiares, el de un ser que amamos o el de un gran amigo que admiramos sea como el último ejemplo anteriormente indicado.